HÉRCULES Y HILAS
Cuenta la leyenda… "No somos los primeros mortales que
vemos belleza allí donde hay belleza… No, incluso el hijo de Anfitrión, con su
corazón de bronce, aquél que derrotó al salvaje león de Nemea, amaba a un
muchacho encantador, Hilas, de largo y rizado cabello. Y, igual que un padre a
un hijo amado, le enseñó todas las cosas que le hicieron poderoso y
reputado".
Y fueron inseparables, tanto de noche como de día. Así,
moldeó al joven según sus deseos y, al estar junto a él, consiguió que
alcanzase la auténtica talla de un hombre. Cuando Jasón se hizo al mar tras el
Vellocino de Oro, y todos los nobles fueron con él, de todas las ciudades, a la
rica ciudad de Yolcos, también vino él, el hombre de los muchos trabajos, hijo
de la noble Alcmena. Y el valiente Hilas, en la flor de la edad, fue con él a
bordo del Argos, ese barco de gran frustre, para portar sus flechas y custodiar
su arco.
Tras muchas aventuras, arribó un día el barco a la costa de
Misia y los nobles héroes celebraron una competición para saber quién era el
más fuerte. Uno tras otro, los héroes se fueron cansando, hasta que sólo
quedaron Jasón y Hércules. Y tan poderosamente impulsaba Hércules su remo que
los fuertes remaches del barco temblaban con cada impulso, hasta que finalmente
el palo del remo, de madera y tan grueso como su propio antebrazo, se partió en
dos. La mitad del remo cayó al mar y la otra mitad, con Hércules, al suelo del
barco. Y se sentó en silencio, mirando alrededor suyo, porque sus manos no
solían estar inactivas.
A pesar de su agotamiento, los demás héroes se volvieron a
poner a remar y, al caer el día, llegaron al puerto misio de Kios, a la
embocadura del río del mismo nombre. Como tenían buenas relaciones con ellos,
los misios los acogieron cálidamente y satisficieron sus necesidades de
provisiones y ovejas y gran cantidad de vino. Tras ello, algunos héroes
reunieron madera seca, otros tomaron en las praderas grandes frazadas de hojas
de árboles para hacer camastros mientras que otros se pusieron a frotar unos
palos para empezar un fuego, mientras que otros mezclaban vino y agua en los
peroles para preparar el festín, tras sacrificar uno de los corderos al anochecer
(en honor a Apolo Delio) dios protector de los barcos zarandeados por las olas.
Pero el hijo de Zeus, deseando que sus compañeros pudiesen disfrutar la fiesta,
se adentró en un bosque para poder arrancar un abeto y hacerse un nuevo remo.
Mientras, Hilas tomó un cántaro de bronce y se alejó solo,
buscando un manantial sagrado, con la intención de coger agua para la cena de
Hércules y tenerlo todo dispuesto para él para la cena. Pues Hércules le había
inculcado tales hábitos desde que lo tomó con él, siendo aún un niño, de manos
de su padre Teidamas, rey de los Driopes, a quien había matado en una pelea por
un buey.
Hilas se dirigió rápidamente al manantial, que la gente del
lugar llamaba Pegas. Las danzas de las ninfas [espíritu de la naturaleza]
acababan de empezar, porque era su costumbre de las que moraban el lugar
honorar a Artemisa con cánticos y danzas por la noche. La jerarquía de aqué llas
que habitaban en las cimas de las montañas y las cañadas era muy inferior de la
de las que guardaban los bosques, pero Driope, una ninfa acuática, estaba
incorporándose en el manantial, y vio al muchacho en su orilla, refulgiendo con
ese matiz rosado de su belleza y dulce gracia, pues sobre él brillaba la luna
llena, radiante en el cielo. Afrodita, la diosa del amor, hizo que su corazón
flaquease y en su confusión, prácticamente enloqueció de amor.
En cuanto el incauto muchacho introdujo el cántaro en la
corriente y el agua empezó a sonar al golpear contra el bronce, ella dejó caer
su brazo izquierdo sobre el cuello de él, mientras reprimía las ganas de besar
sus tiernos labios y, con su mano derecha, asió su hombro y le hizo caer en la
niebla del remolino. Su grito ahogado sólo pudo ser oído por el héroe Polifemo,
hijo de Elato. Inmediatamente, sacó su espada y se dirigió a Pega, temiendo que
el joven hubiese sucumbido a bestias salvajes o a hombres que le hubiesen
tendido una emboscada y se lo llevasen.
Pero el único resultado de su búsqueda fue el cántaro.
Corriendo de un lado al otro, blandiendo su espada desnuda, dio con el propio
Hércules, que avanzaba en la oscuridad. Le contó rápidamente lo ocurrido, con
el corazón desbocado: "Mi pobre amigo, lamento ser portador de tan amargas
noticias. Hilas ha ido al manantial y no ha podido volver, le oí cómo gritaba
pidiendo ayuda, quizás víctima de ladrones que le han atacado y llevado consigo,
quizás víctima de bestias que lo han desgarrado en pedazos".
Al oír Hércules esas palabras, brotó el sudor de sus sienes
y le hirvió la sangre en su corazón airado. Iracundo, abatió el abeto y salió
corriendo sin rumbo por el sendero; gritó tres veces "¡Hilas!" tan
alto como pudo, con una voz tan profunda que no era suya, y el joven respondió
tres veces, pero su voz apenas se oyó, atenuada por el agua.
Como el toro picado por el tábano, que ni atiende a su
rebaño ni presta atención a sus pastores y ahora corre, ahora se para, así vagó
sin rumbo fijo, Hércules furioso por el denso bosque, gritando a los lejos con
aullidos fuertes y ensordecedores, cual bestia dolorida. Él y Polifemo buscaron
toda la noche, e hicieron que se les uniesen todos los Misios, pero sin
resultado, pues Hilas había sido seducido por las ninfas y se quedó a vivir con
ellas en una cueva bajo el agua.
Reunió pues Hércules a todos los Misios y les amenazó con
asolar su tierra si no descubrían cuál había sido la suerte de Hilas, estuviese
vivo o muerto. Para apaciguarle, designaron a los hijos más nobles y se los
dieron en prenda, jurando que jamás abandonarían la tarea de buscarle, en
prueba de lo cual, mucho tiempo después, los Misios realizaban sacrificios en
Prusa, cerca de Pegas.
El sacerdote pronunciaba su nombre y los otros vagaban por
las montañas llamando a voces al hijo de Teiodamas. También buscaron en la
ciudad de Tracis, donde Hércules envió a los chicos que le fueron mandados
desde Kios como rehenes.
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